Hace ya casi un mes que soy un afortunado poseedor de la última consola de Nintendo, la Wii. Es la primera no portátil -es decir, obviando gameboys, terreno en el que no tienen rival- de la compañía que compro, seguidor de Sega desde la infancia. Primero una Megadrive que me hizo pasar grandes ratos cuando apenas levantaba un palmo del suelo y que aún entrado el siglo XXI todavía desempolvo en los días que me entra la nostalgia. Años después conseguí una Dreamcast, joya tecnológica que, pese a su temprano abandono por la triste situación financiera de Sega, me ha tenido cientos de horas pegado a la pantalla con algunos de los mejores juegos que he probado. Sí, segrego jugos cada vez que recuerdo los Shenmue o Virtua Tennis o Soul Calibur o MSR o... Juegos bien hechos, originales y con un apartado gráfico que poco tiene que envidiar al resto de competidores de la generación. Sólo ahora, con la llegada de la alta definición se empieza a notar un verdadero salto cualitativo.
Después de aquello me refugié en los juegos de PC, aunque cada vez menos: el típico PES/FIFA para matar el rato, algún Age of Empires, alguna aventura gráfica de esas que aparecen cada tres años... Lo cierto es que los videojuegos empezaban a dejar de llamarme la atención. Quiero decir que se estaban convirtiendo en un pasatiempo, una forma de acelerar una tarde en la que no encontraba nada mejor que hacer, pero ya no una afición absorbente, ya no una atracción intelectual. Ya no la obra de arte que pueden llegar a ser. Algo así como el cine de palomitas frente a una de [inserte aquí el nombre de su director favorito]: seguramente te haga pasar un buen rato y salgas con una sonrisa de la sala, pero se acaba ahí la historia.
Hasta que oí hablar de la consola que preparaba Nintendo y su valiente apuesta. En vez de seguir la corriente de tropecientos procesadores en paralelo en busca del fotorrealismo, diseñaron una consola pequeña con las 480 líneas de toda la vida -para qué más, si nadie tiene una tele de alta definición- y, sobre todo, buscaron una nueva forma de jugar. ¿Realmente son necesarios doce botones para jugar de forma decente? Hace años los mandos tenían dos o tres botones y se hacían unos juegos divertidísimos, ¿no se estaría perdiendo la esencia del asunto? Así que se sacaron de la manga un control inalámbrico con capacidad para detectar el movimiento y básicamente dos botones accesibles. Sobre eso gira la consola.
Por primera vez en mucho tiempo, me sentí ilusionado con la llegada de una nueva consola, aunque todavía quería comprobar de primera mano qué tal resultaba todo eso en la práctica. Algunos días después del lanzamiento europeo conseguí pasar una tarde echando unas partiditas al Wii Sports y al Wii Play, dos juegos directos y sencillos pero que sirven perfectamente como toma de contacto con la plataforma, y desde luego para demostrar las posibilidades del novedoso mando. Decidí que quería una. Total, 250€ es un coste bastante asumible. Sin embargo, casi mejor dejarlo para después de los exámenes de febrero, no fuera a ser que se me cruzasen los cables y no consiguiera centrarme en el estudio.
Tras los exámenes empezó la pequeña odisea de conseguir la consola, gracias a la lamentable distribución de Nintendo -ellos aseguran que no les da para más, que venden todo lo que fabrican-. Me hice con ella una mañana de resaca en que decidí que de ese día no pasaba. De todas formas, a día de hoy, aunque ya es normal ver Wiis en las tiendas, la situación no acaba de asentarse: no he conseguido toadvía un mísero Wii Play, DVD de minijuegos acompañado de un mando.
Las buenas sensaciones de aquella tarde se han confirmado. Exprimí bastante el Wii Sports (aunque aún queda algo de jugo en su interior), principalmente dando raquetazos en el tenis, aunque los demás deportes también tienen su puntillo, sobre todo en multijugador. Y después me agencié un Zelda: Twilight Princess. Sabia decisión. Uno de esos grandes juegos que marcan época, con una implementación excelente del sistema de control: moverse, apuntar con el arco, repartir mandobles... todo se hace de forma natural y divertida, y encima la trama está bien estructurada para dar un montón de horas de entretenimiento. De hecho, creo que todavía no me he pasado ni una cuarta parte con unas quince horas de juego. Quizá cuando lo acabe le dedique un análisis, porque esta gozada de videojuego que me ha hecho volver a mis años de jugón empedernido se lo merece.
Ya sabéis: si alguno siente curiosidad por la Wii, estaré encantado de abrirle las puertas a este nuevo mundo.