Perder el tiempo no es tan fácil como parece. De hecho, podría llegar a considerarse todo un arte. Imagínense que llegan al trabajo a las nueve de la mañana y se proponen no hacer nada en toda la jornada. O que van a la biblioteca a pasar el día con el firme propósito de no estudiar un solo tema del próximo examen. Tienen por delante seguramente diez horas de hercúleo esfuerzo luchando contra la conciencia --¡estudia!, ¡trabaja!, nos grita, la negrera; cómo se nota que no es ella la que tiene que hacerlo-- y la dinámica que nos rodea (salvo que sean funcionarios, unos auténticos héroes de la procastinación).
La clave está en dividir una inabordable tarea titánica en otras más fácilmente asumibles. Sentarse delante de la mesa pensando que no vamos a hacer nada de provecho en las próximas horas puede parecer inadmisible. En cambio, mirar un momentito el correo electrónico y las portadas de los periódicos no tiene nada de malo. Pasarse el día viendo series es un suicidio, pero ver otro capitulito no es más que media hora. Sería vergonzoso tirar las horas leyendo blogs, pero consultar las actualizaciones del Reader por si hubiera algo interesante no puede ser más inocuo.
En definitiva, hay que ponerse objetivos a corto plazo. Voy a mirar el Facebook hasta en punto. A ver qué ha pasado en el mundo hasta y media. Ya para lo que queda hasta la hora de la comida, mejor no empiezo a trabajar y lo dejo para después. Tampoco inmediatamente, que haciendo la digestión no se piensa bien. Miraré el último meme de Youtube. Intervendré en este flame de ciencia contra religión. Un sólo partido al Pro sirve perfectamente para despejar un poco la cabeza. Ya para lo que queda antes de irme a casa no merece la pena, así que deja para mañana lo que podrías haber hecho hoy.