De vuelta en París tras una incursión de cinco días en Delft (Holanda) y alrededores para ver a los amigos. Ya sabéis, borracherías, mala alimentación y poco sueño. Después de esta segunda visita sigue siendo un país que no me convence. Todo plano, mucho viento y agua por todas partes y... ¿a quién se le ocurre montarse un país por debajo del nivel del mar? Por si fuera poco, tienen la mayor estatura media del mundo, con lo que, a pesar de no ser un enano, iba por allí con la sensación de ser un hobbit. Hasta los abuelos me miraban por encima del hombro.
Como recuerdo me llevo, en la memoria, el inodoro de diseño más raro que he visto en mi vida. De entrada, es tan alto que cuando uno se sienta apenas llega con los pies al suelo; las mujeres quedarán con las piernas colgando. Sin embargo, lo más curioso es que el agua (el charquito) está en un agujerillo delante, mientras los dos tercios traseros, o sea, sobre donde uno aposenta su ídem, es decir, donde se deposita la carga, están ocupados por una plataforma ¡cóncava! a medio palmo del nivel de la taza. La única razón que se me ocurre es que así se evitan incómodas salpicaduras. El problema, claro, es que cuando te levantas te encuentras allí con todo el pastel incómodamente cerca. Y que de alguna manera hay que desalojarlo hasta el pozo. ¿Confiamos en que el problema esté resuelto por el ingeniero responsable y tiramos de la cadena? Vemos cómo un potente chorro sale de la parte trasera, lo que podría empujar el asunto hasta el abismo... pero, al mismo tiempo, un chorro de idéntica potencia sale también desde la parte delantera, creando donde se encuentran, es decir, sobre la concavidad, o sea, donde hemos descomido (¿!), un remolino que únicamente consigue poner a rotar la masa. Poco a poco la fuerza trasera va ganando y el tema va avanzando hasta el borde del precipicio. Momento en que el agua deja de manar, quedando sólo en juego la inercia, la gravedad y el rozamiento. O sea, que lo más probable es que la mayor parte vuelva a la posición original. Es decir, que cuanto menor sea la consistencia del mojón (¡también! *), mayor porción del regalo conservamos. Esto es, que al final hace falta un empujoncito manual. Una delicia.
Muestra de que ya me estoy haciendo viejo: no me he molestado en traerme maría, pero sí he vuelto con un recuerdo más tangible: un cargamento de lembas que sería la envidia de Frodo.
Ahora puedo afrontar el Mordor de los exámenes con el corazón más alegre.
*Estos académicos, de otra cosa no, pero de escatología saben un rato.
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