Ayer regresé de mi pequeño viaje al otro lado de los Pirineos. La primera vez que voy a París (dudo que sea la última), en una visita rápida pero suficiente para conseguir algunas ideas generales. Para no hacerlo demasiado pesado -y más cómodo para mí al poder escribir poquito a poco- lo voy a separar en varias entregas. Y qué mejor que empezar por la llegada.
Siempre está bien alejarse un poco del terruño para ver cómo se hacen las cosas en otros lugares. Puede servir, por ejemplo, para ver que las cosas que sólo pasan en España también ocurren en otros países. Me explico. Aeropuerto Charles De Gaulle, sobre las 22.30 de un viernes de finales de abril. El avión ha llegado prácticamente en el horario previsto. Salimos atravesando pasarleas y pasillos con aspecto muy moderno, cruzamos unas puertas automáticas que, no sabemos muy bien para qué, sólo se pueden cruzar de uno en uno. Llegamos a unas escaleras y la gente no baja. Apelotonamiento. En el hall de abajo, soldados con metralleta, policía. Más de media hora allí de pie sin recibir ninguna explicación, vigilados por el ejército. Por fin, una responsable del aeropuerto coge un megáfono y explica, en lo que supongo que es un perfecto francés, que hay una maleta "sospechosa" de un vuelo anterior que no ha sido recogida y que la zona está acordonada. Los que no tengan equipaje que recoger pueden irse. Ni una sola palabra, no ya en español, lo cual sería un detalle para un vuelo proviniente de España, sino que tampoco en inglés. Un rato después, vuelve a tomar el megáfono para decirnos que pasemos a la siguinte sala. Sin bancos ni nada esperamos con el agradable ruido de un martillo hidráulico de una obra cercana. Para no echar de menos Madrid. En todo este tiempo no son capaces de llevar nuestras maletas hacia otra cinta, otra sala, y además siguen llegando vuelos. Por supuesto, una maleta que ha llegado entera de un viaje en avión, que, como todo el mundo sabe, es el colmo de la delicadeza con las bolsas, no puede ser tocada, no vaya a ser que pase algo. De vez en cuando, un tipo con pito, con silbato, quiero decir, nos lleva, como un rebaño, un poco más lejos.
23.45. La maleta sospechosa ya no es un problema y podemos pasar a recoger el equipaje. Una sala con varias cintas transportadoras sin ninguna pantalla que indique de qué vuelo provienen. Es que lo de Madrid ya no está dando vueltas en la cinta, sino formando una fantástica montaña en el suelo de la que cada uno debe desenterrar como pueda lo suyo. Que cada perro se lama su pijo y maricón el último. Menos mal que estamos en un país europeo.
Pero la cosa no queda ahí. Quedan menos de diez minutos para que salga el último tren hacia París. Carrera por la terminal hasta la estación. Las taquillas, a estas horas intempestivas, están ya cerradas, así que hay que usar las máquinas expendedoras. Éstas no aceptan efectivo (no se sabe por qué), sólo tarjeta. Pero ojo, tarjeta de crédito francesa. Lo cual, para un aeropuerto internacional, es todo un detalle. Así que allí estamos unos cuanto extranjeros completamente frustrados e impotentes, viendo que el tren ya ha llegado y no podemos comprar el billete. ¿Solución? Colarse, qué remedio. Por suerte, igual que no hay taquilleras, tampoco hay vigilantes ni revisor. El único problema es que en la estación de destino vuelve a hacer falta el billete para salir. Nada como hacerse el tonto para conseguir que te abran la puerta sin ticket.
Aunque, claro, a estas horas ya no hay forma de hacer trasbordo y hay que buscar un taxi que nos lleve al hotel. 10€ por un trayecto de cinco minutos. Cosas así sólo pasan en nuestro país.
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