06 octubre 2006

El ritmo del juego

Una tarde de finales de verano. Acabo de salir de un examen de la asignatura x de una Ingeniería en Pito del Sereno. El ejercicio era tan aburrido que hasta el profesor daba descomunales bostezos con cadencia rítmica: un infierno de geometrías retorcidas, integrales triples, laplacianos y demás ralea en la que nada se simplificaba. Había intentado estudiar, pero los apuntes eran tan plomizos que me entró la típica irrefrenable vena literaria de los días de estudio: tenía cientos de cosas de escribir y cada vez que levantaba la vista de la mesa encontraba un montón de libros interesantes que leer. A trancas y barrancas conseguí avanzar por el temario hasta el día del examen. No iba con una excelente preparación, aunque sí con unos conocimientos suficientes para aprobar sin problemas. O eso creía.

Aquellas cuatro hojas eran una tortura. Tres horas escalando el K2, asegurando punto a punto, notando cada vez más la falta de oxígeno. ¿Desde cuándo era ése el centro de mi vida? ¿En qué momento la lectura, la música, la conversación han pasado a ser algo secundario? ¿Para qué coño quería ser ingeniero? Al menos cinco años de dura carrera para llegar a un duro mercado laboral con sueldos a la baja. ¿Y para qué? ¿Para qué?

Salgo de la Escuela hundido, con la sensación de estar atrapado en una vida absurda. Sin ambargo, parece que nadie se ha dado cuenta aquí fuera. Es más, diría que al responsable se la ha ido la mano con la paleta de colores: el cielo azul intenso, completamente despejado; árboles frondosos de un verde brillante; hasta el ladrillo de los edificios parece más naranja que de costumbre. El sol roza cálidamente mi piel. Sí, aquí fuera es verano. Me enchufo los cascos intentando encontrar la respuesta a mis dudas en una canción, pero hoy ni eso es consuelo.

De un parquecillo lateral surge una chica que camina unos metros por delante de mí. Lleva blusa azul y una ligera falda blanca larga. Camina, y con cada paso de su cimbreante cadera la falda se sacude, oscilando suave y firmemente. Un, dos, un, dos. Su falda marca el ritmo de la música, del murmullo de los árboles. Todo el mundo, durante unos segundos mágicos, late en armonía al ritmo de sus caderas. No hay más preguntas.

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