Esta semana y media que he conseguido quedarme solo en casa no está siendo tan productiva como esperaba. Ni leo, ni escribo, ni estudio tanto como pretendía. Sí he superado las cotas de pantalla: he terminado la segunda temporada de Lost y he visto unas cuantas buenas películas. El resto del tiempo lo pierdo de formas mucho más insustanciales.
Sin embargo, hacerme cargo del hogar durante un tiempo me ha permitido reencontrarme con las tareas domésticas. Para muchos son un suplicio, y quizá lo acabaría siendo también para mí si tuviera que realizarlas a lo largo de todo el año, pero yo no puedo evitar encontrarles cierto grado gratificante.
En primer lugar, porque no vienen impuestas. Nadie te obliga a limpiar tu habitación o hacer la compra, sino que eres tú el que encuentra el equilibrio, el punto en que pasar el aspirador es mejor que revolcarse en la mierda; el día que prefieres ir a por comida al mercado a una hora decente, después de haber probado todos los servicios de comida a domicilio del barrio; ese terrible momento en el que descubres que los calzoncillos, una vez usados, no vuelven a aparecer limpios en tu cajón por sí mismos y tienes que enfrentarte a la titánica tarea de hacer la colada. Todo depende de tu nivel de higiene, de la resistencia de tu estómago a la comida basura, del número de veces que le puedas dar la vuelta a los gallumbos -creo que la RAE todavía no se ha pronunciado sobre la ortografía de esta palabra, y Google ofrece resultados bastante parejos-. Todo suficientemente subjetivo.
Así, puesto que emprendes la tarea de buen grado, no hay razón para que no sea agradable. Vas al súper cuando quieres, empleas el tiempo necesario y compras lo que te apetece comer. En cuanto a los quehaceres puramente hogareños, todo se hace más fácil con un poco de música. Aprovecha para poner a todo volumen ese disco que te han prestado y no has encontrado el momento de escuchar o aquel otro que llevas tanto sin oír, y prepárate para una sesión de ejercicio moderado que te permitirá seguir las canciones sin problemas. Hasta puedes bailar agarrado a la fregona o a la plancha que nadie te mirará raro.
Además, cuando acabas te sientes a gusto contigo mismo, con la satisfacción del deber cumplido y mucho más limpio. El efecto puede ser tan reparador como una ducha. Al final estas cuestiones de higiene son beneficiosas para la autoestima y el placer personal, más allá de la cruda necesidad.
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